viernes, 29 de abril de 2016

El siglo de la aniquilación, Rosa Montero


Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Charles Darwin Autora: Rosa Montero Charles Darwin sólo tenía veintidós años cuando en 1831 le ofrecieron la posibilidad de embarcar en el Beagle, un barquito de la Marina británica que iba a dar la vuelta al mundo para cartografiar las costas de Suramérica y hacer diversas mediciones geográficas. Darwin, hijo y nieto de médicos, era un chico alto, fuerte y feo que pertenecía a una familia whig, es decir, liberal. Su abuelo, Erasmo, había sido un ardiente evolucionista. Pero Erasmo pertenecía al rompedor y progresista siglo XVIII; luego llegó el XIX y soplaron aires reaccionarios, de manera que el padre de Darwin, aunque librepensador, prefirió maquillar un poco sus ideas para poder ser perfectamente respetable. Con esa misma obsesión por la respetabilidad creció Charles Darwin, lo cual, unido a su desesperado afán por complacer a los demás, llegaría con los años a amargarle la vida y casi a destruírsela. Pero por entonces, en 1831, Darwin no era todavía nada más que un joven alegre con una carrera académica muy poco brillante. Abandonó los estudios de Medicina cuando tuvo que presenciar cómo operaban a un niño sin anestesia; luego se sacó a trancas y barrancas el título de Humanidades, y decidió hacerse sacerdote. No es que fuera lo que se dice un gran creyente, pero eso, ser sacerdote en una parroquia rural, era la mejor salida para los caballeros de buena familia que no servían para nada, y además le permitiría dedicarse a sus aficiones, que desde siempre habían sido la geología, la botánica y sobre todo los bichejos informes y viscosos: las babosas, los gusanos, las larvas. En ésas estaba, recién terminada la carrera y contemplando un tedioso futuro sacerdotal salpicado de gusarapos, cuando surgió lo de la vuelta al mundo. La oferta la hacía el capitán del Beagle, Robert FitzRoy, que sólo tenía veintiséis años y era el perfecto antagonista de Darwin: aristócrata, veterano en viajes y aventuras, arrogante y vehemente, un tory conservador hasta la médula. Pese a las diferencias, sin embargo, los dos jóvenes se cayeron muy bien. FitzRoy quería un compañero de buena cuna con el que poder hablar durante la larga travesía (intimar con la tripulación hubiera sido rebajar su autoridad), y, si de paso era un naturalista, mejor que mejor. Darwin podía pagarse las expensas del viaje y, aunque perteneciente a una familia whig, iba a ser sacerdote: era un muchacho respetable, en fin, que probablemente podría encontrar pruebas irrefutables de la existencia del Diluvio Universal en las remotas costas de Suramérica. Porque FitzRoy era un hombre de orden; más aún, era un fiero paladín del viejo orden, y estaba dispuesto a luchar con todas sus fuerzas contra las hordas de liberales y progresistas y ateos que estaban invadiendo el mundo entero y en concreto Inglaterra. ¡Pero si la Ley de Reforma acababa de permitir que votara la clase media! Y había algunos enloquecidos radicales (no los whigs, desde luego) que incluso pretendían que votaran los pobres. Por no hablar de todos esos científicos pervertidos que pergeñaban tremendas teorías en contra de la doctrina cristiana. Como el francés Lamarck, que acababa de morir, octogenario, siendo una de las personas más odiadas de su época, ya que había diseñado una teoría evolucionista según la cual las especies, en vez de ser inmutables y creadas por Dios, se transformaban y adaptaban a las influencias ambientales. El respetable Darwin también aborrecía a Lamarck, naturalmente, y creía en la creación divina y en todo lo que había que creer; de manera que sí, ese joven tan feo y tan robusto podía ser el más adecuado para encontrar las pruebas del Diluvio. Y así fue como el 27 de diciembre de 1831 empezó un viaje que habría de durar cinco años y que terminó por cambiar nuestra idea sobre el mundo. El comienzo fue un tanto ominoso: nada más salir del puerto, Darwin empezó a marearse como un perro. Cinco años más tarde regresaría a Inglaterra vomitando con la misma constancia con la que se fue: jamás consiguió acostumbrarse al mar. Sin duda el joven naturalista demostró un coraje y un tesón extraordinarios al aguantar todos los peligros y las incomodidades de un trayecto semejante. El Beagle era un barquito muy pequeño, de apenas veinticinco metros de eslora, en el que se apretujaban setenta y cuatro personas: para poder dormir, Darwin tenía que sacar un cajón y meter los pies en el agujero. En ocasiones, como cuando dieron la vuelta a Tierra del Fuego, llegaron a permanecer más de ocho meses seguidos a bordo sin encontrar un solo asentamiento civilizado, recorriendo las costas más salvajes, con la cubierta alfombrada de nieve y zarandeados por horribles tormentas. «Odio el mar, lo aborrezco», escribía el pobre Darwin pocos meses antes de regresar a casa. Para entonces se había convertido en un famoso geólogo y científico, gracias a los especímenes que había ido mandando a Inglaterra desde distintos puertos, y, sobre todo, gracias a los huesos de enormes dinosaurios que había encontrado en Suramérica. De modo que regresó célebre y con miles y miles de tarritos que contenían de todo, desde hongos a ratas. Traía también algo menos visible, pero mucho más importante: infinitas preguntas dentro de su cabeza. Pasó el resto de su vida respondiéndolas. Porque Darwin, pese a su carácter dulce y algo pusilánime, siempre demasiado respetuoso con lo respetable, poseía una mentalidad científica rigurosa y avanzada, y una formidable inteligencia. La curiosidad de Darwin era imponente: jamás dejaba de preguntar, observar, deducir, estudiar. Ni siquiera su vida privada estaba libre de su incesante análisis; cuando empezó a hacer manitas con su prima Emma, con la que más tarde se casaría, anotó: «El deseo sexual hace salivar», y relacionó este hecho con el comportamiento de su perra Nina. Esta intensa emoción por el descubrimiento de la realidad impregna el Viaje de un naturalista alrededor del mundo, que es el libro que Darwin publicó, a su regreso a Inglaterra, basándose en los diarios de la travesía. Se trata de una obra escrita por un joven sobre la empresa más extraordinaria de su vida, y, como tal, exuda vitalidad y fuerza. Es, en gran medida, un libro de aventuras formidable, con tribus caníbales, bandoleros, revoluciones y terremotos; Darwin escaló montañas, atravesó desiertos y glaciares y se convirtió en un verdadero atleta, en un hombre curtido y resistente. El libro tiene algo físico, una celebración de la gloria de la juventud y de la existencia. Además, y aunque Darwin no deja de aplicar sobre todas las cosas su mirada sensata y analítica, los territorios por los que viaja siguen manteniendo cierto aroma fabuloso; es un mundo aún fantasmagórico por el que se abre paso la luz de la observación y la razón. Y así, el libro está lleno de prodigios: mares fosforescentes, nieve roja como la sangre, un granizo tan grueso que es capaz de matar a decenas de ciervos o criaturas tan extraordinarias como el Diodon, un pececillo que, cuando es devorado por un tiburón, escapa del estómago del monstruo abriéndole a bocados un agujero en las entrañas. A veces sorprende comprobar todo lo que Darwin y sus contemporáneos no sabían sobre temas que hoy aprende un párvulo. Como cuando se interroga sobre el porqué de las fiebres de las «zonas malsanas», ignorante aún de que la malaria es transmitida a través de la picadura de los mosquitos: «En todos los países malsanos, dormir en la costa hace correr el mayor riesgo. ¿Es por el estado del cuerpo durante el sueño? ¿Es porque se desarrollan más miasmas durante la noche?». Y en la palabra miasma late la imprecisa y amenazadora oscuridad de un mundo arcaico. Pero el Viaje de un naturalista alrededor del mundo es, sobre todo, un testimonio vivísimo y escalofriante sobre la bestialidad del ser humano, y sobre un siglo xix devastador, genocida y carnicero que unía la irrupción de unos métodos de destrucción masiva con la falta de conciencia. En primer lugar está la esclavitud, para entonces ya fuertemente cuestionada en todo el mundo (Inglaterra había abolido el comercio esclavista con América en 1807), y de la que Darwin da testimonios espeluznantes: una noble anciana brasileña que usaba un aparato triturador de dedos para castigar con él a sus criadas; los alaridos de un esclavo sometido a tortura por su amo; un niño de seis años golpeado en la cabeza con un látigo por traer un vaso poco limpio. Darwin, ardiente antiesclavista, sólo pierde su serenidad científica cuando trata este tema. Pero hay algo en el libro aún peor, y es el testimonio de la sistemática eliminación de los indios a manos de los blancos. Conocemos la atrocidad de la esclavitud porque los nietos de aquellos negros cautivos se ocupan hoy de rememorar a sus mayores; pero no queda nadie para reivindicar la historia de los pueblos indígenas exterminados, para hablar por ellos de su heroicidad y su agonía. Ni siquiera Darwin lo hace: es un hombre progresista y compasivo, y está horrorizado ante las carnicerías que presencia, pero también es hijo de su época y comparte los prejuicios dominantes. Y, así, es machista, y considera que los salvajes son seres inferiores (aunque dignos de todo respeto), y posee, sobre todo, una fenomenal ceguera etnocéntrica. Por ejemplo, nunca se plantea que el «hombre blanco» no tenía ningún derecho a invadir las tierras de los «salvajes»: para él, los europeos, y principalmente los ingleses, tienen no sólo el derecho, sino el deber de llevar la religión cristiana y la civilización a las zonas remotas del planeta. Aun así, el relato de las matanzas que hace el espantado Darwin resulta difícilmente soportable. En especial cuando habla de las tribus de las pampas y del general argentino Rosas. A la llegada del Beagle a Suramérica, el general Rosas, más tarde dictador del país y hoy un prohombre de la historia rioplatense, estaba inmerso en una «guerra de exterminio», así la denominaba él mismo, contra los indios de la zona. Los indígenas sólo tenían lanzas; los soldados de Rosas (parecidos a una horda de bandoleros, dice Darwin), fusiles y cañones. Los perseguían sin cuartel por las grandes llanuras, y, cuando los atrapaban, los mataban a todos: hombres y mujeres, ancianos y niños. «Los indios sienten actualmente un terror tan grande, que ya no se resisten en masa; cada cual se apresura a huir por separado, abandonando a mujeres y niños. Pero cuando se consigue darles alcance, se revuelven como bestias feroces y se baten contra cualquier número de hombres. Un indio moribundo agarró con los dientes el dedo pulgar de uno de los soldados que le perseguían y se dejó arrancar un ojo antes de soltar su presa», anota Darwin. De la masacre generalizada sólo se salvaban las muchachas jóvenes y bellas, que eran entregadas a la tropa (a la horda de bandoleros), y algunos niños pequeños, que eran vendidos como esclavos: «¡Cuán horrible es el hecho de que se asesine a sangre fría a todas las mujeres indias que parecen tener más de veinte años! Cuando protesté en nombre de la humanidad, me respondieron: “Y ¿qué otra cosa podemos hacer? ¡Tienen tantos hijos estas salvajes!”». Olvidaba sin duda Darwin, al plantear su queja, que se trataba de un genocidio fríamente programado: no había que vencer a los indios, sino borrarlos del planeta. «Aquí todos están convencidos de que ésta es la más justa de las guerras, porque va dirigida contra los salvajes. ¿Quién podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado?», escribe el naturalista en su diario, y añade que, tiempo atrás, estos indios vivían en grandes poblados de dos mil o tres mil habitantes. Ahora, sin embargo, en esos últimos y atroces años de agonía, «no sólo han desaparecido tribus enteras, sino que las restantes se han vuelto más bárbaras; en vez de vivir en los grandes poblados (...) vagan actualmente por las llanuras inmensas». Darwin es un poco menos crítico en Australia, cuando habla del triste destino de los aborígenes a manos de los británicos: «A todos los indígenas de la isla de Tasmania se los han llevado a una isla del estrecho de Bass. Esta cruel medida se hizo inevitable, como único medio de poner fin a una tremenda serie de robos, incendios y asesinatos cometidos por los negros y que, tarde o temprano, hubiesen acarreado su exterminio. Confieso que todos estos males y sus consecuencias son probablemente efecto de la infame conducta de algunos de nuestros compatriotas (...) Muchos indígenas habían sido muertos o hechos prisioneros en los continuos combates que se sucedieron por espacio de bastantes años; pero nada llegó a convencer a aquellas gentes de nuestra inmensa superioridad como la declaración del estado de sitio de toda la isla, el año 1830, y la proclama que llamaba a las armas a toda la población blanca para apoderarse de los indígenas. El plan adoptado se parecía mucho al de las grandes cacerías de la India», escribe Darwin con ácida ironía. En 1835, cuando los tasmanos fueron deportados, no quedaban más que doscientas diez personas; siete años más tarde sólo sobrevivían cincuenta y cuatro, lo que puede dar una idea de las condiciones en las que los tenían. Yo he visto en Australia la fotografía del último de ellos: era una mujer madura de expresión lacerantemente triste, vestida con humildes ropas occidentales. Debió de morir sobre 1880, y con ella se acabó la memoria de un pueblo. Un fragor de batallas, un estruendo de pólvora recorre todo el libro de Darwin. Por un lado están los combates de exterminio contra los indios, y por otro, alegres matanzas de animales. Las criaturas salvajes, aún ignorantes del poder de las balas, morían en abrumadoras cantidades. Cien pumas abatidos en tres meses por los habitantes de un solo pueblo, doscientas tortugas gigantes cazadas en un solo día por la tripulación de un único barco. Darwin anota que las bestias, muy abundantes apenas cinco años atrás, comienzan a escasear: guanacos, jaguares, canguros... El diario del naturalista chorrea sangre. El siglo XIX es el siglo de la aniquilación. Pero también hay otro tipo de aniquilaciones metafóricas: como, por ejemplo, la muerte del Dios antiguo. Porque a lo largo de su viaje Darwin no sólo no encontró pruebas fehacientes de la existencia del Diluvio Universal, sino que sus meticulosas observaciones le hicieron poner en duda todas sus creencias. Por entonces, el mito del Génesis era mantenido como una verdad literal: Dios había creado el mundo y a todas sus criaturas en siete días, y Adán y Eva, nuestros padres, eran exactamente iguales a los modernos humanos. El arzobispo Ussher y el doctor Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, hicieron ciertos cálculos y fecharon la creación del mundo a las nueve de la mañana del 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo, y esta necedad había sido impresa en numerosas biblias. Pero los datos que iba acumulando Darwin contradecían fundamentalmente todo esto: no sólo las tierras no habían sido inundadas por el Diluvio, sino que Suramérica se había elevado sobre el nivel del mar; no todos los animales habían sido creados desde el principio, sino que la fauna ancestral, compuesta por gigantescos dinosaurios, no tenía nada que ver con la actual; los primitivos salvajes de Tierra del Fuego no se parecían al Adán divino, y, en las Galápagos, animales de la misma especie eran morfológicamente diferentes de isla en isla, lo que parecía sugerir una evolución. Todas estas dudas trajo Darwin consigo al regresar a casa en octubre de 1836, además de un conflicto personal irresoluble. Porque eran dudas heréticas e infamantes; la evolución era considerada una idea disoluta y atroz, indigna de un caballero. Si al ser humano se le emparentaba con las bestias, ¿qué le impediría comportarse como una bestia, una vez perdida la dimensión divina? Sólo las turbas radicales se atrevían a sugerir algo tan subversivo: pero Darwin era un hombre respetable. Además, la blasfemia seguía teniendo pena de cárcel, y más de un radical había dado con sus huesos en prisión por algo así. Entonces empezó la doble vida de Darwin: o su agonía. A los pocos meses de volver de su viaje comenzó a anotar sus cada vez más peligrosas reflexiones en una serie de cuadernos clandestinos. Ahí, en esas páginas secretas, contra sus propios valores, sus intereses y su voluntad, fue componiéndose dolorosa y lentamente la teoría de la evolución. Mientras tanto, su éxito y su fama como geólogo crecían. Cada vez era más célebre, y cada vez tenía que mentir más con respecto a sus ideas y sus creencias: y esto en un hombre que era radicalmente honesto. Ni siquiera su mujer sabía lo que pensaba. No es de extrañar que se pusiera enfermo. Aquel muchacho robusto y portentosamente atlético del viaje del Beagle se convirtió, nada más iniciar sus cuadernos secretos, en un semiinválido: tenía mareos, jaquecas, palpitaciones, desmayos y, sobre todo, brutales ataques de vómitos. Algunos dicen que los cinco años de constante mareo marino le destrozaron el organismo, y también es probable que hubiera contraído en Chile el mal de Chagas tras la picadura de una chinche; pero es imposible no relacionar sus males con la extremada angustia de su situación. Durante toda su existencia fue un enfermo crónico; gravemente incapacitado y muy deprimido, vivió encerrado en sí mismo y no volvió a salir de Inglaterra jamás. En 1844, siete años después de haber comenzado sus trabajos clandestinos, Darwin escribió una reveladora carta a un joven botánico llamado Hooker: «Estoy casi convencido (totalmente al contrario de la opinión con la que partí) de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables». Era la primera vez que se lo mencionaba a alguien, y Hooker guardó el secreto durante muchos años. Y desde luego se trataba de un asesinato: con su descubrimiento, Darwin estaba acabando con el mundo al que él mismo pertenecía. Porque su teoría de la evolución, que hoy es la base de toda la ciencia moderna, era ciertamente aterradora: no sólo no había habido un Dios meticuloso, perfectamente organizado y previsor en el principio de todas las cosas, sino que los cambios evolutivos se producían ciegamente, torpemente, por azar. La naturaleza creaba monstruos, y algunos de esos monstruos, por pura casualidad, resultaban ser más aptos para enfrentarse al medio ambiente y sobrevivían. Ese mundo absurdo e insensato («la torpe, derrochadora, errónea, rastrera y horriblemente cruel obra de la naturaleza», escribía Darwin, espantado de sus propios descubrimientos) era demasiado difícil de asumir. Ni siquiera los científicos progresistas y radicales estaban de acuerdo con él, porque el evolucionismo que ellos propugnaban (como, por ejemplo, el de Lamarck) tenía un sentido y conducía hacia el perfeccionamiento y el progreso. De manera que Darwin siguió mintiendo y siguió callando, y el tiempo pasó, hasta que, en 1858, un joven científico llamado Wallace le envió un trabajo en el que se exponía brevemente una teoría de la evolución que en apariencia era exacta a la suya (luego se evidenció que en realidad había algunas diferencias). Para no quedarse atrás, y forzado por las circunstancias, Darwin publicó al fin El origen de las especies en 1859, es decir, veintidós años después de haber empezado sus cuadernos clandestinos. Se vendió toda la edición, mil doscientos cincuenta ejemplares, en un solo día, pero la reacción que tanto temía Darwin no se hizo esperar. Los científicos ortodoxos y la Iglesia organizaron una famosa asamblea en Oxford para tratar el tema; Darwin, por supuesto, se puso tan enfermo que no pudo asistir, pero le representaron sus amigos los científicos Huxley y Hooker, a quienes el obispo de Oxford preguntó si descendían de los monos por parte de padre o de madre. En los periódicos dibujaban a Darwin con cuerpo de simio y le llamaban «mono viejo con la cara peluda». Imperaba el tono zafio e irracional. Pero el viejo mundo tenía los días contados. En el viaje del Beagle sucedió algo que revela hasta qué punto el antiguo orden era ya para entonces un sistema caduco. Durante la anterior expedición del Beagle por Suramérica, el aristocrático y conservador capitán FitzRoy se había llevado a la fuerza a cuatro indígenas de Tierra del Fuego, un adolescente de catorce años llamado Jemmy Button (porque le habían comprado por un botón), una niña de nueve a la que denominaron Fuegia, y dos hombres adultos, uno de los cuales murió de enfermedad; al otro, de veinticinco años, le llamaron York. A lo largo de un año FitzRoy los educó, vistió y cristianizó a sus expensas en Inglaterra, y ahora los había embarcado de nuevo en el Beagle para depositarlos, ya civilizados, en sus asentamientos originales, con la disparatada esperanza de que fueran un fructífero fermento religioso y social para los fueguinos, que, por cierto, eran el pueblo indígena más salvaje, más pobre y más primitivo que habían encontrado en todo el viaje. Para ayudarlos en la empresa los acompañaba Matthews, un joven misionero que jamás había salido antes de Inglaterra y que pensaba quedarse en Tierra del Fuego con los indígenas. Darwin habla sobre todo de Jemmy, que era un adolescente listo y encantador que había aprendido un inglés titubeante: «Siempre usaba guantes, llevaba el cabello cuidadosamente cortado y se sentía molesto si se le ensuciaban sus relucientes zapatos». Al fin llegaron a Tierra del Fuego; en total, entre el periodo pasado en Inglaterra y el viaje, llevaban casi tres años secuestrados; en ese tiempo, Jemmy había perdido su propia lengua. Cuando se encontró con su madre y sus hermanos (el padre había muerto en el entretanto), desnudos, famélicos y mugrientos, con los rostros pintados a rayas blancas y rojas, se avergonzó de ellos y les habló en su inglés balbuciente, sin que pudieran comprenderse. Allí los desembarcó FitzRoy, de todas formas, junto con Matthews y todo el material civilizador que había enviado la Sociedad Misionera de Londres, y que estaba compuesto por cosas tan absurdas como orinales, sábanas de fino lino y servicios de té de porcelana. A los diez días el Beagle volvió a pasarse por el poblado, para verificar qué tal iba la cosa, y se encontraron con que casi todos los objetos habían sido robados por los fueguinos. Los desolados York, Fuegia y Jemmy se quedaron allí, con sus trajes occidentales y sus patéticos botines, pero Matthews no supo aguantar ni dos semanas: decidió abandonar sus afanes misioneros y regresar al barco. Un año más tarde el Beagle volvió a pasar por esa costa remota y desolada. El campamento donde habían dejado a los tres indios estaba abandonado. «Sin embargo, muy pronto se aproximó a nosotros una pequeña canoa con una banderita en la proa y vimos que uno de los hombres que la tripulaban se lavaba la cara para quitarse la pintura. Aquel hombre era nuestro pobre Jemmy, hoy hecho un salvaje flaco, huraño, con la cabellera en desorden y todo desnudo a excepción de un pedazo de tela alrededor de la cintura.» Jemmy fue invitado a bordo, y se sentó a la mesa del capitán: y comió con toda civilidad y pulcritud, usando correctamente los cubiertos. Tenía una mujer; esperaban un hijo; regaló al capitán FitzRoy unas «magníficas pieles de nutria» y unas puntas de lanza hechas por él mismo; cuando desembarcó, librándose para siempre de esa breve ensoñación o esa pesadilla europea, encendió una hoguera en la orilla para despedirse. Ya digo que FitzRoy, esa especie de Quijote reaccionario, era la antítesis de Darwin. Y así, el capitán iba a contrapelo de la historia, mientras que Darwin se dedicaba a escribirla. En aquella célebre asamblea en Oxford se levantó un hombre demudado con una Biblia en la mano: «Darwin vino en mi viaje... Si yo hubiera sabido lo que luego haría...», farfullaba. Era FitzRoy. Cinco años más tarde, el capitán del Beagle se suicidó cortándose el cuello, llevando a una realidad de carne y sangre ese asesinato metafórico que tanto temía Darwin. En cuanto al propio Darwin, murió a los setenta y tres años, y estuvo trabajando hasta dos días antes del final. Me inquietan sus fotos últimas de anciano patriarca: sus ojos tienen siempre una expresión tristísima. Tal vez su propio descubrimiento le destrozó; había sido educado en un mundo de certidumbre y orden, y tal vez nunca pudo resignarse a este universo ciego y turbulento que nos ha dejado a todos como legado.